Alegoría de la Melancolía, Sarainés Kasdan

Alberto Durero

Empieza el siglo 16 y muchas personas creen con rabia, esperanza o temor que estaba cerca el fin de los tiempos y el Juicio Final.
Melancolía, una mujer que tiene alas que no sirven para volar, reflexiona sobre los presagios funestos. No sabe si sentirse desdichada porque los últimos días se han retrasado o apesadumbrada porque la muerte no llegará.
Solo sabe que le duele la vida, la vida le sabe muy poco.
Está sentada en un banco de piedra, abrumada, un puño consuela su rostro, una mano sostiene en su vientre un compás. Del cinturón cuelga un conjunto de llaves sin ninguna utilidad.
Mira sin mirar, esperando respuestas imposibles que el cielo no puede dar.
A lo lejos el mar, un murcièlago con las alas abiertas, un cometa anunciando bondades o cataclismos, una ciudad en donde se resguarda el resto del mundo. Melancolía está del otro lado, ausente y sola.
Rectifico. La acompañan un perro dado al traste y un ángel que ha perdido la memoria y no sabe qué hacer ni dónde está. Otros compañeros comparten soledad: una balanza, un reloj de arena, una campana, una escalera con siete peldaños- siete peldaños tiene la sabiduría-, herramientas de carpintería y arquitectura, un tintero, una pluma, dos figuras geométricas, un amuleto cuadrado con16 n+umeros, efectivo para superar la energìa de Saturno, el planeta de las aflicciones.
El edificio en donde reflexiona está sin terminar. Así como sin terminar quedará también la obra de su vida, sin terminar quedará porque sabe que toda existencia es un proyecto inconcluso, un camino sin pavimentar.
El tiempo se ha detenido. Ha llegado la hora.
Vivir o no vivir. Ese es el dilema. No hay otro más.

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