Volar en el agua, Shoshana Hernández

John La Farge

Miré el traje de baño. No lo recordaba tan diminuto. Había evitado probármelo, pero ya no podía continuar sin comprobar que mi cuerpo cupiera en la talla que solía tener. Esa angustiante tarea que se nos asigna a las que somos magnéticas de los kilos de más.

Volvería a la alberca esa mañana. La última vez que usé el traje fue hace dos años y medio, cuando dejé de nadar. Desde que era niña, la natación ha sido el único deporte donde el sudor, el esfuerzo de mi cuerpo en marcha y el cansancio no me significan un sacrificio.

Descubrí que nadar es lo mío durante mi diagnóstico de resistencia a la insulina en la infancia. Todos los médicos me obligaban a moverme para ser más liviana, con “más salud porque el peso es demasiado”. Había intentado de todo: taekwondo, ballet, gimnasio, correr. En todo era demasiado gorda, hasta que me descubrí en el agua.

Abandoné la alberca cuando el dinero faltó en casa y no tenía la posibilidad para sostener los costos que implicaba mi entrenamiento. Las consecuencias de aquellos días fueron deudas, encontrar monedas debajo de los sillones y aprender a transportarme a mis destinos con la menor cantidad de gasto. Pero entre todos esos recortes, lo que en verdad me llevó a la sequía fue dejar de ir a la alberca.

En el agua vuelo, me deslizo en ella como si fuera una nube que se disuelve en el color azul. Mi respiración contenida derrumba los pensamientos acelerados. El silencio que descubro al sumergirme no lo he encontrado ni en las meditaciones. En las dificultades, las lágrimas se fusionan con el cloro y me limpio. Los gritos se vuelven burbujas. Soy capaz de llevar cargas que en la tierra me serían imposibles.

Me metí en el traje de baño pensando que quizá ya no me quedaría porque habían pasado muchos meses y, en cada mes, eventos que habían modificado mi estructura corporal. Pero, contrario a las expectativas intrusivas que de vez en cuando me amenazan, encajé en el traje como si tan solo hubiera pasado un día desde que dejé de nadar.

Ya dentro de la alberca, recordé todos los cigarros que fumé durante la época de caos y cómo podrían haberme arrebatado la condición. En las primeras diez vueltas confirmé lo contrario. La memoria de mis músculos me permitió ir rápido, cansarme, seguir, ruborizarme, llenarme de adrenalina y sostener el aire más de un minuto bajo el agua.

Sostener la respiración en el fondo, con los ojos cerrados, es una muerte fingida. Pensé en la similitud con cuando se atraviesa un momento complejo; cuando una no sabe cómo moverse o a dónde ir, pero el cuerpo sí y se convierte en brújula. La gravedad y el instinto son supervivencia en el agua y en el dolor. En ambas, la inmovilidad en lo profundo lleva a morir.

En el último año y medio, he llenado mi cuerpo de agua y llanto. Voy cuando me ahogan los cambios, las despedidas, los lutos inesperados. Creo que también he aprendido a nadar en eso. Supongo que a veces así es crecer: quedarse «de a muertito» mientras todo se acomoda.

Sospecho que no es una coincidencia volver al agua ahora que me he recuperado de los días donde no tenía un salvavidas. Al fin y al cabo, ella es el principio de la vida.

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